
Sucia, desordenada la capital de Kenya, Nairobi. Llegamos en la madrugada tras un vuelo de catorce horas. Se notaba que la ciudad era pobre, conformada por casas hechas de cartón y las pistas mal mantenidas. Había publicidades de marcas desconocidas, edificios de colores oscuros, y tiendas que vendían ropa de marcas desconocidas. Las personas tenían un color de piel, para mí nunca antes visto: negro intenso, algunas personas tenían un tono medio azulado. Nos desanimamos al ver que el clima de la capital (sumado a la polución) estaba nublado. Cuando alguien piensa en África, piensa en un intenso sol y una interminable sabana. Pero esto era todo lo contrario.
Llegamos a un hotel decente, donde comimos un desayuno similar al que estamos acostumbrados: tostadas, huevo, tocino, salchichas, etc. Estábamos descansando en el cuarto cuando nos informaron que nuestro guía de safari había llegado. Bajamos corriendo. Había una Land Rover descapotable estacionada y al costado un hombre altísimo, negro, que vestía una túnica rojo sangre. Tenía unas orejas alargadas por la cantidad de pesados aretes que colgaban de ellas. Luego, entendimos que James, el guía, pertenecía a la tribu Masai.
Poco a poco, la ciudad fue reemplazada por un amplio paisaje de sabana, aunque todavía estaba nublado. Tomamos una carretera gastada. Ya se podía sentir el calor en el aire; a las 12 el calor era sofocante, y el sol iluminaba la pradera, descubriendo a lo lejos, pequeñas formas con la cabeza hacia abajo, que parecían comer. Eran gacelas, que agachaban su cuello para comer el pasto. Esos animales no te pierden de vista. Una vez que saben que estás ahí, no te dejan de mirar, de reojo, te vigilan constantemente. Poco tiempo pasó y vimos cebras, jirafas, elefantes, hienas, antílopes...
Cuando pasábamos en carro por las calles de algún pueblo, los niños nos sal
udaban, y algunos corrían al costado del carro hasta que se cansaban. Para ellos era todo un evento que estuviéramos ahí, para nosotros también. No sé por qué necesitaban lapiceros, es ahí cuando entendí que algo que para mí es tan insignificante, para ellos podía ser mucho más.
Poco a poco, la ciudad fue reemplazada por un amplio paisaje de sabana, aunque todavía estaba nublado. Tomamos una carretera gastada. Ya se podía sentir el calor en el aire; a las 12 el calor era sofocante, y el sol iluminaba la pradera, descubriendo a lo lejos, pequeñas formas con la cabeza hacia abajo, que parecían comer. Eran gacelas, que agachaban su cuello para comer el pasto. Esos animales no te pierden de vista. Una vez que saben que estás ahí, no te dejan de mirar, de reojo, te vigilan constantemente. Poco tiempo pasó y vimos cebras, jirafas, elefantes, hienas, antílopes...
Cuando pasábamos en carro por las calles de algún pueblo, los niños nos sal

Me pareció muy interesante cómo un solo lugar podía mezclar dos realidades: una de excepcional biodiversidad animal y amplios recursos naturales; otra de pobreza, con una población ignorada y olvidada por el resto del mundo. Cuando pensamos en África, no sólo deberíamos pensar en un lindo safari, sino en toda una realidad a la que tenemos que hacerle caso, para ayudar a recuperar algo del tiempo perdido en el que esta región del mundo ha estado sin apoyo.
Philippe d´Auriol
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